viernes, febrero 7

Sueños para llevar

Chopin para morir.

Por supuesto que tenía miedo. Pero ¿qué podía hacer? ya estaba ahí. No iba a huir como toda mi vida lo había hecho. Me atreví y la música me ayudó.

Al principio me sudaban las manos, y el latido de mi propio corazón retumbaba en mis oídos, a veces pensaba que iba a causarme sordera. 

Sería mentir, eso de decir que no recuerdo nada, que amanecí con la sangre entre mis manos poseído por alguien que no era yo. A decir verdad, ya lo tenía planeado, y todas las noches cuando él llegaba a casa, sonreía ampliamente pues me lo imaginaba tendido sobre el piso, soltando gritos ahogados. El muy ingenuo creía que le sonreía como muestra de bienvenida. Él también sonreía, y yo siempre fingí que no sabía nada. Sus carcajadas jamás fueron porque se alegrara de que le abriera las puertas de mi recámara una vez más. Le daba gracia pensar que yo no me daba cuenta. Estúpido él. 

Le gustaba Chopin, y sabía que a todos los llevaba a la cama después de su vacío intento de resplandecer ante ellos como intelectual.

Chopin. Así lo quiso él.
Un, dos, tres. Un, dos, tres. Parecía bailar, cuando intentaba alcanzar el cuchillo que le había enterrado en la parte posterior de su abdomen con todas mis fuerzas. Yo tocaba el piano, mis manos parecían moverse por si solas mientras una que otra tecla quedaba manchada de rojo violeta.
La música ahogaba sus quejidos. ¿De qué se quejaba? me pregunto yo, si tuvo todos los hombres que quiso, y murió mientras estos dedos que tantas veces lo acariciaron, tocaban música para él.

Un poco de Chopin para morir. Fui demasiado amable con él.