martes, enero 28

Sueños para llevar

Hombre que es hombre.

Ahí va uno, buscándole camino a lo imposible.

Aquí está uno, tan mortal como siempre, tan humano como nunca. Con las alas bien puestas dependiendo de la dieta. Allá está el, tan seguro de nada y tan preciso de todo. Enseguida atrapa mi atención. Y es que un hombre que sabe ser hombre, siempre es digno de prestarle toda la atención posible. Puedo comenzar por decirles que el era todos los hombres. No había nadie más. También, puedo decirles que un error más y casi juro que era divino. Sin duda alguna, estoy seguro que el fue hecho para que, un simple y tonto hombre como yo, le amara y le admirara. También estoy seguro que nunca antes me había sentido tan seguro.

De esas sonrisas que colorean cualquier nube; de esas manos que cuando las tocas, son como si tocaras todos los orígenes; de esas miradas que son placenteras perderte en ellas; de esas hombres que sabes ser hombres. Así, pero mejor.

Allá va y viene, con sus miedos bien sujetados en sus perforaciones; con su porte al caminar que enamoraría a cualquier poeta. Este poeta. Y en esta mesa, de este viejo café, estoy yo viéndolo ser hombre, ser belleza, ser todo. No sé si invitarle un café o invitarle mi vida.
Y es que no hay nada más peligroso que un hombre que sabe cómo ser hombre. Nada más peligroso que todas las ciudades que quieras visitar, las encuentres en su cuerpo. Nada más peligroso que sepa cómo sonreír.

Vi a un hombre lleno de errores; digno de llamarse hombre.

Lleno de cicatrices; digno de llamarse bello.

Lleno de todo ¿cómo no amarle?

Es cierto que existe el cielo, lo comprobé al mirarle las líneas que dibujaban su sonrisa. No miento.

Lo más triste de todo es que nunca me le acerqué. Tengo visitando el mismo café, a la misma hora, con el mismo sentimiento y con las mismas ganas, por si algún día decido invitarle más que un café.

Y ahí van dos, haciendo de lo imposible algo posible.

viernes, enero 10

Punto Positivo

La última hora

Vi el reloj y me di cuenta de que nos quedaba una hora para disfrutar el último momento de las vacaciones en Manzanillo, Colima, antes de tomar nuestro camino de regreso a la ciudad de México.

En esos últimos minutos quise hacer todo lo que en los diez días anticipé haría, mas el tiempo se me fue en… ¡no sé qué!, y logré hacer muy poco. Por ejemplo, anticipé que me tendería horas sobre la arena sólo a leer y leer. La realidad es que nunca lo hice y ni siquiera terminé el primero de los dos libros que llevé.

Si bien disfruté mucho del mar, el sol y la convivencia con mi familia, en el momento en que me hice consciente de que nos quedaban sólo 60 minutos en ese paraíso, me pareció que todos sus colores brillaban con mayor intensidad. En esos instantes atesoré cada partícula de luz, quise devorar los libros, beberme el azul turquesa del mar, inhalar toda la brisa marina y saborear hasta el límite la gastronomía local.

Pero el tiempo pasa y pasó muy rápido, así que todo lo anterior lo aprisioné en esa hora, que dicho sea de paso, gocé. Y la gocé como un cerillo que al iluminar se acaba. Despierta, consciente y en el presente me arrepentí de no haber pasado de esa forma los diez días anteriores. Aunque me percaté de que ésa era la manera en que podemos extender el tiempo.

A Ignacio, mi abuelo, le sucedió lo mismo: “así deberíamos vivir la vida, como si fuera la última hora de la vacación”, me comentó. ¡Qué razón tiene!

En la vida como en las vacaciones, damos por hecho los años interminables que nuestra mente coloca frente a nosotros, y de este modo entramos en una especie de trance en el que aunque disfrutamos, no lo hacemos con la misma intensidad con la que lo haríamos si fuéramos conscientes de que quedan sólo 60 minutos.

¿No acaso vivimos dormidos la vida entera? ¿Qué pasaría si nos dijeran que tenemos sólo 60 días de vida? Esto lo he pensado al recordar el gran ejemplo que mi querido amigo Daniel nos dejó durante los dos años que luchó cual guerrera, con una serenidad de monje zen, frente a un cáncer que se lo llevó en los últimos días de 2012.

Era un joven inteligente, fuerte, con un gran talento para escribir, pero, sobre todo, con deseos enormes de vivir. De el tuve el privilegio de aprender lo que es coexistir con una enfermedad de manera digna y, diría yo, hasta elegante. Nunca lo escuché quejarse y siempre fue generoso en su amistad y en su actitud.

Daniel, profundo y sensible como era, debió valorar cada instante de sus días, con la sospecha de que quizá serían los últimos.

En esos instantes de reflexión en los que despierto y valoro la vida al máximo, vienen a mi mente mis seres queridos que ya se fueron, y lo único que pienso es “cuánto les gustaría estar aquí”, “cómo gozarían este momento”. Y me pregunto en qué radica la ceguera del ser humano para valorar cada instante, cada regalo que la vida nos da. ¿Cómo mantenernos despiertos al milagro que es abrir los ojos en la mañana y tener un glorioso día por delante? ¿Qué necesitamos hacer para mantenernos presentes, conscientes y agradecidos?

La vida, como las vacaciones, pasa como tren bala, decimos saberlo, pero ¿qué hacemos para extender el tiempo?

Mantenerme despierto es mi único propósito para este 2014. ¿Y el tuyo?